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ESTO

I.

—Qué lindo día.

(Silencio)

—No me trates de disuadir con estrategias baratas (molesto).

—¿Eh? ¿Qué estrategias? (Algo tenso y hablando rápido). Yo sólo dije que que el día estaba lindo. Hay un sol precioso, no hay una nube. Hace calor, pero no demasiado. Yo sólo dije que era un lindo día. Fue una observación no más.

—No te hagas el tonto, tengo clarísimo lo que estás tratando de hacer. “Mirá el sol! —con voz burlona— Mirá los pajaritos! La vida es hermosa!”. Sos igual que tu madre, manipulador y maniobrero. Pero no me vas a hacer cambiar de opinión. Yo sé que para vos esto debe ser horrible, además de que pensás que es un pecado y me voy a ir directo al Infierno. ¿Qué te dijo Sturla de esto? ¿Lo hablaron? ¿Fuiste a decirle lo que iba a hacer tu padre?

—Papá, ya te dije que yo no veo nunca a Sturla. Ese vínculo está todo en tu cabeza.

—Cotugno sí te lo hubiera dicho de frente. Io tengo ditto claramente… ¡se va a ir al Infierno! Sturla no sé. Es más cagón. Probablemente no se anime a decírtelo así en la cara. Seguro busca una forma más elegante y académica de esquivar la pregunta. Igual que vos, que nunca me respondés nada directamente. Y cada vez que te digo algo, “Cambió, cambió! Ya no es así!”. Pero nunca decís cómo es ahora. 

En fin. No me vas a convencer. Y lamento que pienses que me voy a ir al Infierno. Me imagino que debe ser duro pensar que tu padre se va a ir al fuego eterno, donde habrá llanto y rechinar de dientes. Si lo creés realmente, debe ser muy angustiante. Porque hasta vos, que no me querés nada, quiero creer que te angustiarías de que tu padre termine en un lugar así. Aunque no sé… no estoy seguro…

—Papá, yo no dije nada para manipularte ni para convencerte de nada. Vos sos grande, es tu vida, y vos sabés qué hacer o no hacer. Y yo tampoco tengo una actitud de no entender que son temas complejos, yo…

—No te hagas el tonto! Me doy cuenta a la legua! Pero bueno, entiendo que desde tu perspectiva esto debe ser muy difícil. Por lo que creés, no porque me quieras o porque me vayas a extrañar. Pero bueno, te perdono. Yo sí te perdono. Lo que no te perdono es que creas que me vas a poder engañar con una estrategia tan burda, hablando de los pajaritos y no sé qué cosa.

—Yo no dije nada de los pajaritos, sólo dije que había un lindo día.

—Con cursilerías del estilo de Zorrilla, el poeta de la patria, que fue la persona que peor escribió en la historia de Uruguay. “Cayó la flor al río”, “llegó la moza a buscarla”. Un horror. Me da ganas de llorar. El que era bueno como artista era su hijo, José Luis, el escultor. Ese sí era un genio. ¿Sabés quién es?

—Sí, el padre de China.

—El padre de China. Ese mismo. Y es el que hizo el monumento a su padre, que está ahí en la Rambla, en frente a esa casa preciosa que tenían en Punta Carretas. Pero su padre escribía horrible, esa es la verdad. Aunque nadie te lo vaya a decir en la Católica. Los catedráticos grado 5 lo idolatran. “Cayó la flor al río”. ¿Qué dicen en la UCU? ¿Le chupan el culo también, o son más razonables en las privadas? ¿Repiten lo mismo que los comunistas?

—No hay catedráticos de Literatura en la UCU. No sé qué piensan.

—¿Y Julio? ¿Qué dice Julio de Zorrilla?

—No sé, papá. Nunca hable con Julio de Zorrilla de San Martín. No tengo idea. 

—A Julio le debe parecer una porquería también. Es un tipo inteligente y para nada meloso. No sé si se animará a decirlo en frente de Sturla, que seguro le encanta, pero no le debe gustar. Está bien. No se puede contradecir a un Cardenal. 

 

—¿Querés agarrar por Pando, entonces?

—¿Qué?

—Que si querés agarrar por Pando. No sé, dijiste hoy que querías ir por Pando, y ahora no más tengo que definir para dónde agarro. 

—Ah, sí. Por Pando, por Pando. 

—Dale. 

Igual, no hay mucho tránsito a esta hora, no sé si vale la pena a nivel de tiempo. 

—No, no hay mucha gente en la ruta. Sólo estamos los jubilados. Y bueno, sus pobres hijos como tú que nos tienen que llevar y traer. Pero esta es la última, ya después de esta te liberás. Para siempre. Pero no, agarrá por Pando sí, que tengo ganas de ver cómo está el camino por acá, que debe haber mejorado mucho desde que yo lo agarraba con Papá. Porque papá tenía clientes en el interior y los iba a visitar, a reunirse con ellos. Y yo lo acompañaba. Recuerdo que siempre a la vuelta parábamos en Young, en el parador, a tomar un cortado y dos pebetes. Pobre papá, nunca tuvo un mango. Pero yo disfrutaba los pebetes, no me daba cuenta de lo miserables que éramos a esa altura. Y yo disfrutaba aquellos viajes al interior con él. Siempre ponía la misma radio. Carve creo que era. La 810.

Esa era en la que salías vos con tus amigos, ¿no?

—No, yo salía en Oriental. Y la 810 es El Espectador, no Carve. Carve es 8 algo, creo, pero no 810. 840, o algo así. 

—Oriental, claro. La de la Curia. No, papá escuchaba Carve. Siempre ponía la misma.

—Bueno, mejor que vos que cuando éramos chicos ponías siempre la misma canción. Una misma radio por lo menos varía las canciones. 

 

Se escucha Por Ti Volaré, de Andrea Bocelli.

Sololoquio del hijo:

 

Papá siempre se obsesionaba con canciones, y las repetía hasta el cansancio. Y nos hacía escucharlas a todos mil veces cuando íbamos en su auto. Hubo una Semana Santa que recorrimos casi que todo el país escuchando prácticamente 3 canciones de un único disco de Zitarrosa. 

En retrospectiva, había señales que deberían habernos hecho dar cuenta de que algo raro tenía. No sé qué exactamente, pero algún nivel de neurodivergencia seguro. Bueno, los adultos deberían haberse dado cuenta. No nosotros.

Hubo un tiempo que se obsesionó con esta canción de Andrea Bocelli. La escucho y es como si estuviera en el asiento de atrás de ese Toyota Corolla, sentado atrás del asiento del conductor. Siempre me sentaba ahí, para minimizar el contacto. Diego era el que iba adelante, aunque era el hermano menor. Incluso cuando estaba mamá. 

Escucho este tema y casi que siento el olor a cuero del auto. Se me activa esa sensación de movimiento que el cuerpo percibe cuando está en un vehículo en marcha.

Una vez fuimos hasta Punta del Este escuchando sólo este tema. En Spotify una versión de este tema dura 4 minutos con 10 segundos. O sea, 250 segundos. Un viaje a Punta del Este podía durar más o menos una hora y media, que son 90 minutos, o pongámosle una hora veinte, 80 minutos. Papá iba rápido. Eso son, por lo tanto 4.800 segundos. Eso significa que en ese viaje a Punta del Este podemos haber llegado a escuchar ese tema 19,2 veces. Lo que significa que escuchamos a Andrea Bocelli decir “Por ti volaré” unas 115 veces. Sí. 115. 

Es cierto que la canción tiene una cierta épica. A papá siempre le gustaron canciones con épica, de esas que hacían temblar un poco las ventanas. Y no puedo negar que algo me emociona cuando la escucho. Es algo agridulce. Esa sensación física de avanzar, de estar en movimiento, abriéndose paso en la ruta con esos tambores y trompetas. Hay algo de triunfal. Alguna vez creo que llegamos a cantarla juntos a grito pelado, y fue muy divertido. No tuvimos muchos de esos momentos juntos con Papá. Momentos de soltarnos los dos, de divertirnos juntos. Y ahora parece que ya no vamos a tener más. 

Pero claro, es difícil sostener el entusiasmo que genera una canción épica durante 19 repeticiones. Durante 4.800 segundos. Uno no puede lanzarse a volar por alguien 115 veces en menos de una hora y media. 

La consigna era imposible. 

Todo era imposible. 

Más para un niño. 

Ahora lo veo. 

 

II.

—¿Por qué hiciste esto?

—¿Por qué hice qué?

—Este artilugio rebuscado, con las llaves. Dejar las llaves en Punta del Este y el arma en Carrasco. ¿Era con la esperanza de convencerme?

—No. De hecho, aunque no me creas, yo no estoy haciendo nada para convencerte. Sólo quería que tuvieses un tiempo para pensarlo, para decidirlo conscientemente. Que no fuera una decisión impulsiva.

—Mhm…

—Al fin y al cabo, es la decisión más definitiva que uno puede tomar, ¿no? Y si después, lo que viene es la muerte, tampoco es que tenés ningún apuro. No hay ningún daño en tener unas horas para reflexionar.

—Tenés razón. En eso sí que tenés razón. No tengo ningún apuro. 

 

Soliloquio del hijo:

 

Un día estaba yendo a una reunión de padres en el jardín de mi hija cuando, en el camino, recibo una llamada entrante de mi padre. Era de las primeras reuniones de padre que tenía. Mi hija tenía 2 o 3 años. Sé en qué año fue, pero no recuerdo si fue antes o después de su cumpleaños, que es en agosto. Por eso digo que no sé si tenía 2 o 3. Ya sólo el ver la llamada en la pantalla del teléfono me puso en alerta. Papá jamás me llama. Y menos un día de semana, en pleno horario laboral. 

En realidad, podría hacer el ejercicio de ver en mi celular, porque, con lo poco que me llama, no debe ser difícil de trackear. 

… (Saca el celular y empieza a buscar)

Ah, mirá…

No fue el año pasado, fue este año…

Fue el jueves 29 de febrero. Día bisiesto, no lo había notado! Qué yapa que me regaló el año…

Jueves 29 de febrero, a las 5.37 de la tarde. 

De hecho, es la única llamada entrante atendida que tengo de él en todo el año. Después tuve dos llamadas perdidas que no llegué a atender en el cumpleaños de Sara, el 8 de agosto. Lo llamé, pero nos desencontramos. … En la vida nos desencontramos. 

Sara tenía 3, entonces. Yo iba en un bondi por 18 de julio, estresado porque veía que iba a llegar unos minutos tarde, y al ómnibus se subían músicos y vendedores ambulantes uno atrás del otro, como es habitual. No era para nada el contexto propicio para ninguna conversación. Mucho menos esta.

 

—Hola, Pa. ¿Todo bien?

—Bueno, más o menos. Estoy acá con el sargento García, que dice que quiere hablar contigo. Yo le dije que no te molestara, que estás trabajando, pero él insistió. Te paso. 

 

No fue fácil reconstruir la situación. Menos en ese contexto. Pero finalmente entendí que la policía le estaba requisando la casa. Él estaba viviendo en Punta del Este en ese momento. Parece que había tenido algún tipo de altercado con unos vecinos o con gente que estaba por ahí, que había pegado unos tiros y que los vecinos lo habían denunciado a la policía. Me llamaban por su arma. Papá les había dicho que él tenía un arma, sí, pero que yo me la había llevado, que no sabía dónde estaba. Eso era cierto, pero también era cierto que yo sabía que tenía otra. Diego, mi hermano, se había acordado hacía un tiempo y habíamos hablado de que algo teníamos que hacer. Esto no se termina más, es agotador, pensé en su momento. Y ahora estaba hablando con el sargento García, con la fuerte percepción de que mi padre esperaba que le sostuviera la fachada. Que le mintiera a la policía por él. Qué furia que me daba. 

Traté de alejarme de la verdad lo menos posible. Le dije, sí, que mi padre tenía un arma, que estaba registrada, pero que el verano anterior yo me la había llevado porque consideraba que no estaba en condiciones para seguir teniendo una. Obviamente, todos sus papeles estaban recontra vencidos. No lo sabía, pero era evidente. ¿Cómo no lo pensé? Si uno tiene que renovar la libreta de manejar, ¿cómo no va a tener que renovar el permiso de porte de armas?

Me preguntó si no tenía otra, y le dije que yo no estaba al tanto de que tuviera. 

Me preguntó dónde estaba el arma. Le dije que estaba en su casa de Montevideo, en Carrasco. 

Me preguntó si la podía llevar a la comisaría. Por un segundo, me paralicé. ¿Cómo le explicaba al sargento la particular situación en la que se encontraba esa arma, y las dificultades que había para hacerse de ella.

Opté por decirle la verdad. Hace años que vengo haciendo el esfuerzo consciente de apartarme de esa reacción compulsiva de mentir como primera opción. Esa compulsión aprendida de mi madre. Y el caso ya estaba demasiado complejo como para seguir sumándole potenciales capas de complejidad.

 

—El arma está en la casa de él, acá en Montevideo. Pero está en una caja fuerte, y la llave de esa caja fuerte está ahí, en su casa de Punta del Este. 

 

Por suerte no me pidió que diera explicaciones sobre la situación ni me hizo preguntas al respecto. No tuve que explicarle que era parte de un algo retorcido dispositivo de contención en caso de que mi padre algún día quisiese usar el arma para suicidarse.

Recuerdo la conversación con mi hermano como si fuese hoy. Porque a él también le conté que me llevé el arma luego de que lo había hecho. Era algo que tenía que hacerse, y no iba a consensuarlo con nadie. Lo descolocó bastante, y puso varios reparos. Sobre todo puso reparos a que no le dijera que me la había llevado. Pero una de las cosas que dijo me interpeló particularmente:

 

—Y otra de las razones por las que papá siempre dijo que tenía un arma era porque si un día no quería vivir más, se pegaba un tiro y listo, que él no quería sufrir. Y no sé…

 

Puta madre. ¿Por qué todo tiene siempre tantas aristas? Y ahí fue que pensé en este rebuscado dispositivo de separar el arma y la llave. No sé bien qué pienso de todo esto, o qué pensaría si algún día él tomara esa decisión. No sé si me parece “bien” o “mal”. Ni siquiera sé si con categorías con las que tenga sentido abordar una cuestión así. Pero lo que sí sabía era que no quería ser yo quien se lo impidiera. Quien se lo prohibiera. Más allá de lo que yo pensara, y más allá de lo que yo pudiera llegar a sentir. No era algo que yo iba a facilitarle. No. Si él me pidiese que le facilite un medio para hacerlo, probablemente no colaboraría. Creo. Pero tampoco iba a bloquearlo. No iba a adjudicarme ese lugar. 

Además, sería una posibilidad de tener una última charla. Y, ¿quién sabe?, quizás terminaba siendo ese momento de conexión que nunca pudimos tener. Ya sea que lo hiciese cambiar de idea o no. Ya sea que lo salvara… O no. 

​​

III.

—¿Te pone triste?

—¿Qué? (responde desconcertado y algo exaltado ante la pregunta sorpresiva).

—Esto. Que me vaya a matar. ¿Te pone triste al menos?

——Pasan unas fracciones de segundo antes de que pueda dar una respuesta. Me resultan eternas.

—Sí, claro que me pone triste. 

—Me gustaría explicar que es una pregunta compleja, pero no lo hago. 

—No parece. 

—Obvio que no me gusta que te mueras, y mucho menos que te mates! Sos mi padre!

—Y por qué estás haciendo esto, entonces?

——De vuelta un silencio eterno de fracciones de segundo. Me siento expuesto. Me siento en el banquillo de los acusados. El peor banquillo de los acusados en el que podría estar.

—Porque es lo que vos querés. Y, si bien no es lo que quiero, tampoco quiero ser el obstáculo que se ponga en medio. Siento que no es la forma en la que me educaste, en la que me educaron. 

 

Soliloquio del hijo:

En mi familia el suicido siempre se presentó como una opción disponible en las conversaciones hipotéticas sobre distintos devenires posibles, y la muerte como una alternativa para nada dramática dentro del amplio menú de cosas poco deseables. Y eso que ninguno era creyente, ni manejaba ningún tipo de convicción de que hubiese algo del otro lado. 

“Porque si te matás, te matás. No vas a sufrir. Te vamos a extrañar nosotros no más. Pero si quedás paralítico, o quedás tarado! Eso es mucho peor!”, solía decir mi madre siempre ante posibles situaciones riesgosas. Más de grande, yo siempre le decía medio en broma, medio en serio, que para ellos —porque en eso los incluía a los dos— que preferían morirse que quebrarse una pierna. El umbral de sufrimiento que la vida valía la pena era bajísimo. Bajísimo. Por suerte luego aprendí y atestigüé otras cosas. 

En mi familia hubo suicidios e intentos de suicidios. De los dos lados, curiosamente. Y mi línea familiar parece seguirse encontrando con este tema. Mi tío abuelo materno se suicidó en 2009, creo. O por ahí. No lo conocí mucho personalmente, pero su velorio propició un encuentro que nos reconectó con esa parte de la familia, que un puñado de conflictos a mi entender intrascendentes bloqueó de mi vida los primeros 20 años. “Qué bien que la hizo el Coco. Eso es tener huevos”, decía mi abuelo, su hermano, cuando estaba viejo, un poco limitado por su situación (sólo un poco, en realidad), y con una clara depresión que en su momento nadie en la familia supo identificar y abordar como debe abordarse una depresión. 

Mi abuela materna tuvo varios intentos de suicido, atormentada por una salud mental inmanejable para la época. Dicen que una vez incluso dejó una carta en la que le decía a mi padre niño que se suicidaba porque él se portaba mal. También dicen que mi tía, la que vivió en esta casa desde la que ahora escribo, decía que un revolver era su plan de jubilación, y, más tarde en su vida, decía que tenía un pacto con un amigo médico que le iba a dar la pastilita. Aunque sobre el final decía estar indignada porque el zorete de su amigo se había dado vuelta. Mi otra abuela está en una casa de salud, con Alzheimer, y a la mayoría en mi familia les cuesta mucho pensar que a esa vida le puede quedar algo de sentido. Algo que valga la pena. 

Una vez leí algo así como que uno de los factores de riesgo de suicidio era tener una familia que pensara que era una opción legítima, o algo así. Es una forma rebuscadamente científica de decir que si no pensás que algo está mal, va a haber más chances de que lo hagas. Es sentido común, en realidad. En ese punto en particular, factor de riesgo me sobra. Pero creo que mi construcción de sentido en torno a la vida es bastante distinta que la que impera en mi familia. Menos pragmática. Menos transaccional. Más conceptual y abstracta, como todo en mi caso. Pero también más mínima. De valorar las cosas pequeñas, aunque ya no se pueda todo. El “vivir a mi manera” siempre fue un concepto fuertísimo, sobre el que se construyeron las identidades de muchos. El selfmade man y las mujeres que nunca terminaron de amoldarse a ese modelo que ahora llaman tradwife, a pesar de muchos apesares. Y, sí. Cuando uno construye toda su identidad en toro a su independencia y su autonomía, dejar de tenerla, aunque sólo sea marginalmente, se vuelve una crisis insuperable. Yo no me considero un selfmade man. Para nada. Miro mi vida y no paro de ver regalo por todas partes. Hay una frase de Blanche DoBoise en Un tranvía llamado deseo con la que me identifico desde mi adolescencia: “Siempre he dependido de la generosidad de los extraños”. Estar regalado, dicho en criollo. “¿Por qué sos tan vulnerable?”, me dijo una vez mi padre, algo superado, cuando le conté feliz que sin darme cuenta había perdido mi pasaporte en la terminal de ómnibus, pero que me me habían logrado contactar para devolvérmelo antes incluso de que me pudiese dar cuenta de su ausencia. Sí, la verdad es que elijo ser vulnerable. Prefiero vivir así, creo.

De todos modos, cuando digo que no fue la forma en la que me educaron, no me refiero a que me inculcaron el suicido como una opción posible y legítima. Como algo naturalizado. Sino que me inculcaron que la autodeterminación puede llegar a ser más valiosa que la vida en sí. Y yo no iba a ser el que le impidiera matarse si era realmente lo que había resuelto hacer. 

​​

​

—Está bien. Está bien. Te creo. 

Responde de la manera en la que lo hace alguien que se le encomendó juzgar una situación, y con un tono casi que de concesión. Un tono que casi implica magnanimidad. Un veredicto con el que uno tendría que estar agradecido, como su uno fuese perdonado o disculpado. Me enoja un poco eso, pero no digo nada. 

—Es mi decisión, y es lo que yo quiero. 

Silencio. 

 

—¿Hay algo que no hayas hecho con lo que te quedes con ganas de hacer?

Hago un intento de tener una última conversación significativa. Algo tímidamente, pero me lanzo.

—No, responde. Así, sin más. 

La verdad que no. 

Silencio breve.

—¿Y algo que hubieses querido que fuese distinto?

—No, tampoco. No hay nada de lo que me arrepienta, si es eso lo que me preguntás. Sí, sin duda que me tocó una mano con algunas cartas jodidas, que hubiese preferido que no me tocaran, pero creo que jugué bien con las cartas que me tocaron, y no me arrepiento de nada de lo que hice, ni de lo que no hice. E, incluso, tampoco sé si cambiaría las cartas jodidas que me tocaron, porque al final del día son las que me hicieron quien soy, y tan mal no me fue. Incluso la enfermedad, que es una mierda. Estoy satisfecho con cómo viví mi vida. Y por eso quiero terminarla mientras todavía puedo decirlo. Hasta acá, puedo decir que la disfruté. Miro para adelante, y no sé cuánto tiempo más voy a poder decir eso. ¿Para qué vivir más? Inválido, decrépito, cuidado por unas gordas antipáticas que me tengan que lavar el culo porque no puedo valerme por mi mismo. Prefiero irme ahora, sin arrepentimientos de ningún tipo.

 

Soliloquio del hijo

En otros momentos, esta necedad me hubiese enfurecido. ¿Con todos los caídos por el camino, con los vínculos terribles que terminó teniendo con todos los que eran sus seres queridos, incluidos sus hijos, ¡especialmente sus hijos! Con la soledad en la que terminó viviendo… ¿Cómo puede decir tan olímpico que no se arrepiente de nada, que no le quedó nada en el tintero? Haber podido tener un vínculo con su hijo no amerita ni siquiera el cuestionamiento? ¿Nuestra relación no es más que una nota al pie que no amerita revisar la obra, lo importante?

Sí, me hubiese enojado mucho. Incluso quizás le hubiese devuelto algunas de estas preguntas con todo el veneno que esa ira reprimida hace subir por mi garganta, buscando más herirlo que hacerlo reflexionar.

Pero hoy no. Hoy una parte de mí se alegra, o se alivia, de que esta sea la síntesis con la que se vaya. ¿Qué mejor que irse con la conciencia tranquila, no? Más allá de cuál haya sido “la realidad”, si es que se puede decir que existe tal cosa. La verdad es que, a esta altura del partido, lo mejor es que esta sea la interpretación que tiene de su propia vida.

 

—Si estabas esperando que te pidiera perdón, ni lo sueñes. Yo no tengo nada por lo que pedirte perdón. 

 

No era la primera vez que me decía esto. La frase me marcó y me quedó grabada. 

 

(a coro)

—No quiero que me perdones. 

 

Me lo dijo cuando le conté que me estaba yendo a una actividad, a un curso. A una especie de retiro, más bien. Me lo dijo furioso. Furioso y con un dejo de desespero. Ese desespero de quien sabe que en realidad no tiene forma de controlar eso que le molesta. Porque si yo quiero perdonarlo, no hay nada que él realmente pueda hacer.

Era uno de esos retiros en los que uno trabaja sobre su historia familiar, sobre lo heredado. Sanar el árbol dicen algunos. Un enfoque medio sistémico. 

—No quiero que me perdones.

Es fuerte que eso es lo que tenga para decirte tu padre. Y que lo diga tan enojado. 

La sola idea de que yo pensara que tenía algo que perdonar lo desencajaba.

 

¿Cómo alguien puede estar tan aferrado a una mirada de sí mismo? ¿Por qué alguien necesita autolegitimarse con tanta fuerza, que se resiste incluso a la idea de que alguien pueda tener una herida que perdonarle? ¿Qué tormentos está luchando por mantener a raya?

 

¿Y cómo se perdona a un padre así?

​

Pero hoy. De todos los contextos posibles, el de hoy es en el que me da un poco de alivio que sea eso lo que siente. Me cierta paz saber que se va tan convencido de que nadie tiene nada que perdonarle.

Además, ya pasó el tiempo en el que podía tener sentido enojarse.

LO OTRO

I. VIERNES 18 de OCTUBRE 2024

 

Bueno.

Primer día que me siento a escribir.

 

Estoy en el Mc. de PDE, el de la Roosevelt. 

Hoy me vine a trabajar al Campus (aunque mi papá dice que esto no es un Campus) (ni entro). 

(Si bien es cierto que no sabe vincularse mucho desde un lugar que no sea el de la pelea, y algo de eso emergió muy puntualmente en la conversación, la verdad es que estuvo bien). 

(Nota mental: animarse a habitar un poco esto.). ((¿Y más de cara a la inminente conversación del pienso de las vacaciones??)

 

(Me acaban de venir a hacer un refill de café a la mesa. Qué lindo. Esto arranca bien, no?)

(Me cuesta arrancar). (The story of my life).

 

Ok, hagamos el esfuerzo de poner entre paréntesis al uso de paréntesis. 

Intentemos al menos. Por un ratito.

 

(Porque esto que sigue lo iba a poner entre paréntesis, y ahora me doy cuenta que en realidad no era tan necesario).

(Mierda! –emoji del tipito que se pega en la frente con la plama de la mano–).

 

Hace unos minutos, en una de las últimas vueltas antes de sentarme a encarar, veo en una story de Mer Azambuja que cumple no sé cuántos años el tema Space Cowboy, de Jamiroquai. ¿Se acuerdan? El de “this is the return, of the space cowboy” –emoji de notas musicales–. Me da como algo así como una leve nostalgia. Raro, en realidad, porque tampoco conozco mucho a Jamiroquai, ni al tema. De hecho, no podría decir una palabra más de la letra de la que ya cité. Pero no sé, me conecta con que es un tema que alguna vez escuché en mi adolescencia. Y, sobre todo, quizás porque lo conecto inmediatamente con Nicolás, que le re gustaba (¿de hecho tenía un CD que escuchaba en un discman, puede ser? o me estoy yendo al carajo?). Nicolás, que en ese momento, en mi adolescencia, éramos amigos. Un vínculo significativo, sin duda. En ese momento. 

En fin, la cosa es que decido largarme a escribir escuchando a Jamiroquai. Por el tipo de música, y por lo poco que realmente lo conozco, creo que no me va a distraer. Además, estoy con un auricular solo, porque el bluetooth se descompaginó hace algunas semanas y no he logrado volver a conectar a los dos al mismo tiempo. Tengo que encarar eso de una vez. Pero no ahora. Cualquier riesgo de distracción tiene que ser férreamente combatido.

Un poco sigo dando vueltas, no? Pero al menos ahora estoy escribiendo. 

Esto es como en Jaws. Vamos rodeando la cosa de a poco. 

El tiburón pierde, además. Me imagino. Quizás no sea la mejor power-metaphor. 

Acá podría irme al miedo que me dio el juego de Tiburón en Disney cuando era niño, el vínculo entre mi relación con mi padre y mi miedo irracional a los tiburones –que no habitan las costas de mi país ni por asomo, y mucho menos las piscinas de amigos o mi bañera–, y cómo en un acto lowkey y bizarramente sanador terminé mirando en youtube un video medio vintage que era un recorrido por el juego que el año pasado descubrí que no existe más, sentado en el water de mi apartamento en el Centro. Esta vez no me dio miedo. Estuvo bien volver a enfrentarme de nuevo a esto, desde otro lugar. Psicoemocional, digo. Aunque también fue otro lugar físico, claramente. Me hace pensar en la distancia óptima. La distancia a la que uno se tiene que poner para sentirse seguro. 

Mi papá tampoco me da miedo ya, cuando mantengo la distancia adecuada. Segura. Aunque hoy estuve cerca, solo, y estuvo bien. 

Siento que ahora, si el juego siguiera existiendo, podría subirme y no asustarme. Disfrutarlo, incluso, quizás. Un poquito de nervios en la panza y en la planta de los pies, quizás. Pero del que se disfruta. Del que se divierte.

La eventual capacidad de disfrutar de la exposición a mi papá la veo menos clara, honestamente. Ojalá…

 

No sé si los rodeos son ideales, pero tienen la capacidad de llevarlo a uno eventualmente a donde quería ir, o a donde debía llegar, si esa es una expresión que puede tener algún sentido sensato. Porque pensaba sentarme a escribir sobre otra cosa, desde otro lado, pero de todos modos derivaba en mi papá. 

 

Anoche fui a una masterclass de Vivi Tellas en la nueva sede de la EMAD, la antes Escuela Municipal de Arte Dramático y hoy Escuela Multidisciplinaria. Es en el edificio de la Kehilá, la sinagoga, que se mudó a Punta Carretas recientemente. De alguna forma, siempre termino llegando a los lugares desde lados bien diferentes. Me moría por entrar y conocerlo en su nueva etapa. Y, por algún motivo, me gusta pensar que soy de los que conocen y de algún modo vivieron sus dos caras, aunque no creo que haya entrado a la Kehilá más de una o dos veces. Pero extrañamente me hace sentir menos extranjero. Me hace sentir un poco más local. Un poco menos impostor, menos intruso. Qué bolazo, ¿no? Pero me gusta. Y me ayuda a habitarlo. 

 

Esta conferencia se da poco después de haber asistido relativamente de corrido a las 3 autoconferencias autoficcionales de Sergio Blanco. Ahí también me pasó algo. Algo significativo. Hay algo que se está configurando. Algo vocacional que se está destrabando o inaugurando. En el sentido más trascendental y relacional de la palabra. ¿Sería interesante conseguirme un objeto marcador de hito, como aquella vírgen de los 33? ¿Cuál podría ser?

Una lata de Coca Zero, quizás? Me gusta.

 

Además del impulso de abrir el blog, en la vieja y querida plataforma Wix, en modalidad paga, para pincharme, me fueron cayendo algunas ideas, que paso a enumerar someramente (nota mental: googlear la palabra someramente para ver si realmente es lo que pienso y aplica en este contexto) (quizás esto debería ser una nota al pie, para interferir menos con los dos puntos que dan paso al listado):

 

– Lanzarme al agua tirándome a escribir una conferencia autoficcional, que siento que es algo que podría hacer. Copiarlo todo. La estructura, algunas frases, los temas de fondo. Todo lo que venga al caso. Todo lo que sume. No desde el plagio, sino desde el homenaje y la admiración. Desde la mentoría a la distancia e inadvertida. Seguro no seré el primero, ni de los grandes maestros en general ni de él en particular. Desde el aprendiz que comienza por el camino trillado y allanado por su maestro. Desde la admiración y el homenaje. Espero que lo entienda. Pero bueno, tampoco puedo depositar todas mis energías en lo que no tengo forma de controlar. Con tu permiso, Sergio.

 

– Comenzar por la conferencia sobre la muerte. Dios sabe que tengo cosas para decir sobre eso. 

 

– No enredarme mucho en una definición de género. Autoficción, biodrama, pactos de verdad estrictos tanto para un lado como para el otro. Desgenerado, como dice Kevin. Un texto no binarie. Después vemos.

 

– Escribir en el apartamento de Zoa. Donde vi su cuerpo muerto y quemado, tirado en el piso. Habitar ese espacio. Armarme un estudio. Hacerlo mi lugar de trabajo. Hacerle compañía póstuma. Dejarme habitar por ella, que fue la que me abrió las puertas de este mundo. Como dice Sofía, esto ya roza la línea de la posesión. “Sus hijos somos nosotros”. 

 

– Pensar qué otros lugares hay en mi recorrido vinculados con la muerte. Ir también a escribir en ellos. Comenzar por listarlos, que podría ser un buen primer ejercicio con el que cierre esta meritoria y feliz primera jornada de lanzarme al agua (que luego cerraré con lo de la Coca Zero). 

 

Voy:

 

+ El apartamento de Zoa

+ El apartamento de Zoa x2, por el velorio del Mono

+ Mi casa, con las cenizas del Mono. Ver a Lucía desde el balcón, yéndose caminando por la calle Soriano con las cenizas de su padre en una urna en una bolsa del Disco.

+ La casa de Carrasco, con Miguel.

+ El árbol de mi abuelo.

+ La escuela rural. ¿Dará para irme hasta allá?

+ El Americano, donde murió el abuelo.

+ El pasillo de la UCU, en el que hablé con Sabrina del suicidio de mi tío abuelo y la irrelevante ausencia de mi padre

+ El salón de 6to de liceo en el que la chica más linda de la generación me dice que falleció mi tío segundo en Ginebra, dejando a sus hijos de mi edad huérfanos.

+ El panteón Salterain

+ El panteón Silveira

+ El nicho tapeado herrera

+ La iglesia de Cordón, con Fede

+ La rama árbol de navidad, donde Sabrina puso un cartel con el nombre de Federica que curiosamente persistió por años. 

+ ¿Dónde murió el abuelo Salterain? ¿La chacra podría ser uno de estos lugares? Tengo el recuerdo de pensar en su muerte caminando por la vereda de la cuadra de casa, por alguna razón enojado con papá…

+ Lo de Zoa vale por 3, porque es donde decidieron velar a mi abuela también.

+ El cementerio de mascotas y el devoto de casa, cuando murió Aila.

+ La iglesia del Maturana, cuando murió Jimmy. El cementerio del Norte nuevamente. La canción en versión de Cristóbal Fones. 

-Casas velatorias

+ La mamá de vero

+ Titi nieves

+ Zima Feldman

+ La navidad en que nos enteramos que murió

+ El cementerio judío de la Paz

+ Las conversaciones sobre Shaka con Sara

+ La facultad de Medicina. el Sr. Baylis

+ La morgue.

+ El crematorio de mi abuelo

+ El apto de la rambla de los Lerena

+ Imarangatú, donde hay instrucciones de venir a tomarse un daikiri

+ La cancha de Defensor

+ El gin tonic de Zoa

+ La esquina de casa, en donde vi el cuerpo de la mujer que se suicidó

+ Los cachorritos de Laika

+ Malena se murió?

+ Martinelli. Las gestiones de Miguel.

+ La nota fúnebre de Miguel. Estará en Internet?

+ El bar Arocena

+ El residencial de la abuela?

+ Las grabaciones del abuelo

+ El cementerio de San Ramón

+ El cementerio de Hoffman

+ El llavero del cofre en el que está el arma de papá. ¿Sigue ahí?

+ El nicho donde va a terminar Sturla. 

+ Los nichos de los jesuitas en Manresa, y de las Escalvas en algún lado.

+ El monte Calvario.

+ Cuando pases sobre mi tumba. El gran pez.

+ El hospital en el que estuve en el purgatorio o el limbo. El miedo al suicidio aquella noche de locos.

+ El apartamento de María Sara en el Palacio Díaz.

+ La Iglesia Anglicana

+ Auschwitz

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II. MARTES 22 de OCTUBRE

Bar Castrobo. 17.47

 

Y ahora?

 

Hay algo de miedo, no?

En esa necesidad de evasión, en esa deriva interminable. En ese deseo de dejarlo para otro día. En ese sueño que se me empieza a activar. 

Lo sentía en los nervios camino a lo de Zoa. En los nervios que se acumulaban al acercarse.

¿Qué increíble, no? Que el hecho de simplemente darse un espacio a uno mismo lo pueda poner nervioso. Casi como si me estuviese yendo a encontrar con alguien, con algo…

…¿y no lo estoy?

 

Además, la idea era darse un espacio de expresión. Correr la cabeza del producto. No dejar entrar a la mirada del otro, o de los otros.

Pero no, claro. Yo ya estoy escribiendo mi best seller. Ese que le demuestra a todos lo que valgo, lo bien que escribo y lo inteligente y creativo que soy. Ese que, con su éxito, legitima mis rarezas y perversiones. Y trato de tomar nota como para reconstruir la leyenda de ese éxito. La meta-obra que lo rodea y también voy construyendo en mi cabeza.

 

No. Claramente no estoy sólo. 

¿Y debería estarlo?

 

Hay un fantasma.

 

¿Está mal eso?

 

El camino es exorcizarlo, o familiarizarse con él. Invitarlo a tomar un café y conocernos. 

Invitarlo a escribir, quizás, incluso.

Lo que se ignora sólo se hace más grande.

 

Escribamos otra cosa. Salgamos de la obra sacralizada. 

Hagamos –tú, fantasma, y yo– el esfuerzo de no sentir que nuestra valía estará dada por lo que se escriba. 

Salgamos de la sofocante prisión del sentido último.

Busquemos una excusa.

Tenemos 45 minutos.

 

Lleva coraje animarse a hacer. Lanzarse al agua.

 

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III. JUEVES 31 de OCTUBRE

Apartamento de Zoa

 

No quiero dar muchas vueltas hoy, quiero aprovechar el tiempo.

Pero pensar que voy a dar cero vueltas es irreal. Además, capaz estas notas me sirven en el futuro, o, más bien, resultan interesantes. Tengo que moverme de ese lugar de hacer esto en función de la publicación, el éxito y la aceptación. Eso no me va a llevar a ningún lado. 

En fin. Vueltas. Esperemos que sean cortas.

 

Por fin lo logré! Estoy acá.

Al final, no es más que un lugar… Pero hay algo lindo. En algún punto, creo que le gustaría. En vida, me lo hubiera reclamado. Aunque no me hubiese dejado escribir mucho…. al menos 35% del tiempo —siendo generoso!— me lo hubiese comido.

Me dan ganas de haber estado más disponible. De haber aprovechado un poco más. 

No son arrepentimientos. Porque creo que, subjetivamente y en el momento, no creo que haya actuado mal. No era tan fácil, y había una vida a la que defenderle sus límites. Pero, aun así…

En fin. 

 

Un poco como ahora, ¿no? Manteniendo por ahora la intimidad de este espacio…

No sé, creo que hay algo que defender. Que cuidar, más bien. Un brote demasiado frágil aún para exponerse a la mirada y el juicio de otro, sea quien sea. Con caminos que debe recorrer que quizás todavía sean demasiado proclives a cohibirse. Porque, al final del día, no es el otro real el que lo cohibe a uno, sino el otro internalizado. 

 

Hoy es Halloween. Qué curioso haber llegado acá justo este día, ¿no?

La noche donde se abre el portal entre vivos y muertos. Víspera de todos los Santos. 

¿Dónde estarán?

Ella, al menos, no tenía dudas. 

Tengo que activar ese tatuaje. 

 

Bueno, ¿vamos?

Ya está, no? Leamos el II y arranquemos. 

 

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IV. VIERNES 8 de NOVIEMBRE

Apartamento de Zoa

 

Llegué y me instalé. Abrí el navegador de Spotify, para ambientarme rápidamente y ponerme a escribir, pero pasaron cosas. Al principio, quería reproducir desde la computadora, y sonaba en el celular. Ok, eso no es raro, ya me había pasado antes. Como no me había pasado antes, encontré rápidamente una opción en el navegador web que me permitía pasar la reproducción a la laptop. Gol. Sin embargo, la canción de Drexler que venía escuchando con los auriculares en el camino, y que quería seguir escuchando, no lograba comenzar. Me aparecía un cartel que decía algo así como “Spotify no puede reproducir esto en este momento”. Y, luego de eso, ponía una canción y pasaba de una a otra en pocos segundos, como si alguien estuviese dando next en un reproductor, como si el botón se hubiese quedado trancado. Buscando arreglarlo, llegué a una parte que me hizo recordar que la vez pasada que vine había puesto jazz, y decidí escucha esa lista en vez. Feliz desperfecto, quizás, que me llevaba a algo más adecuado, y que podría llegar a ser un leitmotiv de este espacio. ¿Sería ella que estaba dando next?… Pero la situación se volvió a dar: menos de un segundo y ya pasaba a la siguiente canción. Totalmente descontrolado. Raro. 

Y ahí me vino una idea a la mente. El Sodre. La radio del Sodre. Eso era lo que siempre se escuchaba en esta casa. Era casi como la banda sonora de este espacio, que siempre fue sumamente cinematográfico. Siempre de fondo, sin que nadie le prestara particular atención. Claramente era lo que tenía que poner. ¿Estaría online? Efectivamente: Radio Clásica, del Sodre. Fue ponerla y transportarme. Sentir los olores. Los colores. Sentirme en un cuerpo de 11 años, observando un mundo que era un poco diferente. Menos cómodo que mi casa. Menos ordenado. Menos regular. Con texturas y olores menos prefabricadas. Sí, algo incómodo. Pero algo fascinante también. Lleno de posibilidades. Un espacio de libertad y felicidad, sin duda. Un lugar anárquico. Qué poco se necesita para volver a traer a la vida una casa descascarada y vacía. Una casa que lleva visibles las marcas de su tragedia. A las brujas las quemaban en la hoguera. Esa idea me llega intrusivamente. Estudiando Antropología en Buenos Aires aprendí que las acusaciones de brujería no le caen a cualquiera, sino a quien se sale de la norma. Un mecanismo de control, muchas veces diligenciado a través del chisme. Nunca supimos bien qué pasó. Nunca tuvimos pruebas de nada, pero las suspicacias siempre siguieron ahí. Enterarnos de que hubo una reunión en el hall del edificio para reírse de lo que pasó no ayuda a considerarlos inocentes. 

Las brujas se queman en la hoguera. Terrible destino. Probablemente, sí, más alegórico que otra cosa. Pero no deja de ser sugerente. Vivir la vida a tu manera, oyendo sólo a tu consciencia y desoyendo por completo la norma social tiene su costo. Alto, sin duda. Y, más allá de la alegoría con la que nos dejó, sé muy bien que esos costos se pagaron fundamentalmente en vida. Sin embargo, no me cabe duda de que, de haber sabido el precio de antemano, no hubiese dudado ni un segundo pagarlo sin reparos para vivir la vida como la vivió. Incluso la hoguera. Hay vidas peores que cualquier muerte. Ella lo sabía bien.

 

—Escuchábamos al cuarteto Brezzler Rice, interpretando Sonata cosmogónica, de Mabel Mabretti. Cuarteto número 1. Allegretto, lento y allegro con fuoco. 

 

La característica voz de la locutora de la radio me saca abruptamente de mis digresiones y me hace volver a la realidad. Los sorpresivos momentos de locución que cada tanto irrumpían y hacían que esa radio de fondo pasara por unos segundos al primer plano también reforzaban la sensación de estar más en una obra de cine arte que simplemente en la casa de una tía. Es que, en retrospectiva, venir a este apartamento era participar de una performance. 

 

 

 

V. VIERNES 15 de NOVIEMBRE

Apartamento de Zoa

 

Es curioso cómo entrar acá ya se me naturalizó. Entré casi como quien entra a un lugar corriente. Lo voy incorporando.

¿Es una pena? ¿Me desconecta de lo especial de estar aquí y de a poco se va volviendo un lugar más?

¿O está bueno, porque lo voy haciendo un lugar más mío, menos ajeno?…

Hay algo en el aire igual. ¿Polvillo? Me pica un poco la nariz y la garganta estar acá. 

 

Llego y con esta nueva naturalidad contesto un par de mensajes antes de encarar. Entre ellos, le respondo al tatuador. Tiene sentido que hable con él desde acá. Mucho sentido, providencial, casi, que sea desde aquí donde termina cuadrando que le conteste.

Igual, a ella no creo que le hubiese gustado mucho… Y menos la propia referencialidad. “No seas boludo” seguro hubiese formado parte de su respuesta disuasora. 

¿Ahora pensará igual?

¿Será que nos purgamos de las cosas más desordenadas con las que cargamos en vida? ¿Será que, desde el otro lado, vemos las cosas con una madurez que no logramos tener en vida, verlas de una manera más sana y pura? ¿Cómo debemos intuir la mirada celestial de nuestros ancestros?

Yo creo que sí. La paja se separa del trigo. Eso no es seleccionar a las personas, sino separar cosas que, en este mundo, están inextrincablemente unidas dentro nuestro. Es major surgery espiritual. Una para la que no estamos preparaos de este lado, en el que sólo podemos ir separando las cosas poquito a poquito y con mucho trabajo. Por suerte —gracias a Dios!— debe existir ese boost del otro lado. La eternidad sería un suplicio si no fuese así.

No sé si desde allá estará de acuerdo, pero seguro me entiende más. 

 

Me instalo sin mucha pompa y voy de entrada a poner Radio Clásica. Esto ya fue resuelto. 

¿Escucharán algo los vecinos?

Qué divertido sería que los asustara!

¿Se escucha música clásica desde el apartamento abandonado de Zoa?, se preguntarían en sus adentros, temiendo por su propia salud mental, no animándose a cotejar la duda con casi nadie. 

A algunos les evocará recuerdos. A otros, probablemente, los atormentará en su consciencia. 

Ojalá. 

 

Sería algo parecido a aquella vez que, por cuestiones algo fortuitas, en un acontecimiento casi fantástico, llegó a mi casa una imagen de la Virgen de un tamaño considerable. Como de parroquia, digamos. Su presencia en el living del apartamento de mamá era contundente. El que por ese entonces era su excéntrico y multimillonario empleador se estaba construyendo una capilla en la estancia, y mi madre se estaba encargando de conseguir lo necesario, vinculándose con anticuarios y maestros artesanos varios. “¿Por qué vivir de lujo, si se puede vivir de súper lujo?” fue la célebre frase que lo inmortalizó en nuestro recuerdo. Una de las personas más radicales que conozco, cuando se lo conté, en seguida respondió “qué triste”. Me impactó profundamente lo espontánea y genuina de su respuesta. No fue un statement meditado y demagógico, fue lo que le salió del corazón en el momento. Me impactó. “Encargada de ocio y frivolidades” era el nombre del cargo, por decirlo de alguna manera, que le había dado a mamá. Y, evidentemente, a ella ese título le fascinaba. También tenía que liquidar los sueldos del personal de la estancia. Eso no le fascinaba para nada. 

 

Un día, poco después de llegada la Vírgen a casa, me intercepta mi madre con una cara que no era común ver. Sus impactantes ojos celestes abiertos de una manera desorbitantes, mostrando preocupación e incluso algo de miedo. Una mirada que dejaba traslucir que algo, aunque fuese mínimo, la estaba realmente perturbando en un lugar profundo.

 

—¿Vos sentís olor a flores?

—¿Qué?, respondo totalmente desconcertado.

—Olor a flores. Desde que llegó la Virgen estoy oliendo olor a flores y no sé de dónde viene! ¡Yo estoy quedando loca!, exclama con preocupación.

—Ah, sí… No me había dado cuenta, pero ahora que lo decís, puede ser que haya un poco de olor a flores… Qué raro, ¿no?

 

No tenía mucho tiempo para dejarme interpelar por el misterio, ni mucho menos para resolverlo. La conversación se había dado conmigo de salida, con mi madre interceptándome en la puerta, y tenía que irme. Siempre estaba apurado en esa época. Siempre estaba llegando tarde. No quedó otra que dejarla sola con la que la perturbaba. 

 

Algo después, el misterio se había develado. “¡Ya descubrí!”, me dijo exultante, con la energía de alguien que se quitó de encima un peso que la estaba realmente agobiando.

 

—¡El palo de agua!

—¿Qué?, nuevamente tomado totalmente por sorpresa. A veces era difícil responder de otra manera a sus expresiones intempestivas.

—¡El palo de agua dio flor!

—¿Qué palo de agua?

—¡El que está en el living! ¡Vení a ver! Es increíble. Yo este palo de agua lo rescaté de la basura hace años, cuando nos mudamos. Hace 11 años que lo tengo, y nunca había dado una flor. Por eso ni se me cruzó que podía venir de ahí. Pero mirá allá arriba! Hay bruta flor!

 

Efectivamente, había una gran rama florida, con una serie de flores blancas, con pétalos finitos, como flores artificiales.

 

—Yo ya sentía que me estaba volviendo loca! Que era la Virgen! Pero no, ahora estoy más tranquila. Ustedes no se dan cuenta, pero yo si sigo así me voy a quedar loca de verdad. Pero bueno, al menos me quedo tranquila de que lo de las flores no era la Virgen!

 

—Bueno, o sí…, respondo yo luego de unos segundos, algo titubeante y bajito, sin ninguna contundencia. 

¿Hace cuánto que dijiste que tenés esa planta y nunca había dado flor? Y justo la viene a dar cuando llega a casa la Virgen…

—Ay, Martín, no me enloquezcas! Ya está, ya descubrí que era el Palo de agua, ya confirmé que no me estaba volviendo loca, y ahora tengo que meterle a los números que tengo atrasados y que tengo que cerrar hoy sí o sí. Ya veo que voy a pasar toda la noche con esto. 

Bueno, andá que vas a llegar tarde vos también. Después charlamos. ¿Cenás en casa hoy?

 

Mi madre había decretado que ya no me necesitaba allí como interlocutor. No estaba interesada en lo que tuviera para decir. Ella me necesitaba para decirme lo que necesitaba expresar ella, y eso ya había sucedido. Mis servicios ya no eran requeridos, y había resuelto que lo que tenía que hacer era irme, porque la digresión se había cerrado y ahora debía volver a priorizar otra cosa. “Andá, no te quiero robar más tiempo, con todo lo que tenés que hacer”. Mamá siempre solía formular como necesidad de otros lo que ella quería que pasara. Lo sigue haciendo. Y, no. Obviamente no cenaba en casa. Tenía algo en algún lado.

 

De todos modos, resuelvo irme. No tiene sentido insistir. No es algo que vaya a entender ni me interesa convencerla. Pero a mí no me queda ninguna duda de que en mi casa, una casa de una mujer recientemente separada de una relación abusiva, todavía luchando por tomar distancia de toda la maraña de emociones y pensamientos que no permiten pensar ni sentir con claridad, una casa de una mujer todavía trabajando por superar la angustia y la frustración de lo que no fue —de lo deseado y del deber ser—, una casa de una mujer con muchísimos miedos e incertidumbres, materiales también, tan injustificados como reales, una casa que requirió muchísimo valor crear… en esa casa, la Virgen hizo un milagro.

 

*Hoy trabajo sólo en lo otro. 

 

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VI. VIERNES 22 de NOVIEMBRE

Apartamento de Zoa, 9.06 h.

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Ok, ya ajusté un poco los archivos. Me quedó en uno todas estas cosas que escribo más como derivas, y en otro el texto principal en el que estoy trabajando, se podría decir. Los archivos se llaman esto y lo otro, al revés de como quedaron referenciados en la oración anterior. Ajusto varias cosas. Los títulos en minúsculas, la t que le da un sutil matiz distinto, la nota restrospectiva que sumo al cierre de la entrada anterior. Cositas. 

 

Levanto la mirada y veo algo que me saca de mi manía, y —como estoy creciendo— decido abandonar las nimiedades que sentía que necesitaba escribir. Veo el agujero en el piso. Rodeado del precioso y tiznado parquet del living, hay una parte sin piso, en la que se ve solamente algo de material y de escombros. Quien conoce la historia del apartamento —y desconoce las ocurrencias de Zoa— tiende a pensar que será algún tipo de consecuencia del incendio, aunque no sea fácil imaginar cómo una cosa podría derivar en la otra. “Se debe haber quemado”, me dijo una vez alguien que no logro recordar. ¿Cómo podría haberse quemado solamente ese rectángulo? No, la historia real es mucho mejor. El piso de ese sector nunca fue de madera, como la mayoría de los espacios del apartamento. Allí había unos azulejos muy lindos. Tan lindos, que un día Zoa los decidió levantar y llevar a la casa de La Paloma. Sí. Así, sin más. Se los llevó. Era en la época en que estaba entusiasmada armando su casa de La Paloma, y que estaba muy enojada con su edificio aquí en Montevideo. No la recuerdo con exactitud, pero estoy seguro de que tenía una frase fija que explicaba los para ella evidentes fundamentos de esta decisión, y que en algún momento sin duda incluía la expresión “estos hijos de puta”. 

 

Más allá de cualquier enojo que pudiese tener como copropietaria, esos azulejos estaban adentro de su propio apartamento, y el agujero en el comedor no estaba a la vista de nadie más que de ella y sus invitados. No había otra perjudicada más que ella misma. Pero este sería un razonamiento que haría otro tipo de persona, no ella. Para ella, esto, como todo lo que hacía, era perfectamente lógico y coherente. Por eso estaba tan segura de que —si existía— se iba a ir al Cielo. Qué seguridad, ¿no? Yo que justo vengo pensando y trabajando el tema de la legitimidad que me concedo, de la necesidad de validación externa y de todas las formas de manifestación y consecuencias que eso ha tenido a lo largo de mi vida. O la forma explosiva y violenta que ahora veo que esta necesidad finalmente inevitable de autoafirmación cobró en otras personas de mi familia (y a veces también en mí). Ella no. Ella estaba convencida de que sus razonamientos tan alejados de lo convencional eran perfectamente lógicos, casi que la única forma sensata de pensar la realidad incluso. Tanto, que creo que ni siquiera terminaba de percibir lo descabellados y desconcertantes que resultaban para los demás. 

 

“No, no puede ser, Tincho. Tenés que estar confundido. ¿Cómo se va a haber llevado los azulejos a La Paloma? No tiene ningún sentido. Se debe haber quemado”.

 

Ahora lo recuerdo más. Fue uno de mis primos Lapenne. Voy a elegir pensar que fue Juan. Y, lo entiendo. Es que en sí: no puede ser. Es impensado. Imposible es una palabra muy fuerte, pero casi. Sin embargo, es. Recuerdo la última vez que fui a la casa de La Paloma, hoy abandonada y vandalizada. Entre las cosas que quería ver estaba el corroborar esto. Y sí, están ahí. En “el deck”. Y hay que reconocer que son muy lindos.

 

Es curioso pensar que ese agujero en el piso que quedó sin revestimiento fue donde quedó su cuerpo muerto. Miro el espacio y todavía lo veo como si mirara una foto. Justo ella, que tanta atención le prestaba a los pisos, tanto valor les adjudicaba, y que me transmitió eso a mí, y eventualmente por transitiva a mi esposa, ese valor (No en vano sentí la sensación de satisfacción y logro que sentí cuando, mirando apartamentos para comprar, Sofía dice “me mudaría acá sólo por los pisos”). 

 

Justo allí yació su cuerpo muerto y chamuzcado. Pienso que tiene que haber alguna alegoría ahí, por algún lado. Pero todas las que se me ocurren resultan en mensajes que no me gustan y que serían, francamente, un poco crueles. Así que no voy a tomar una definición ni pensar demasiado en ello hasta que no se me ocurra algo que me guste más. Sí. Pienso que a veces está bien descartar un razonamiento porque no nos gusta a dónde llega. No me parece que no pueda ser un criterio válido en algunas situaciones. Más allá de lo que piensen los filósofos conservadores con los que compartí una agradable jornada ayer, que aseguran que se puede afirmar que existe una forma de “pensar bien”. Que la chupen. Ya no me quita el sueño tratar de convencerlos.

 

Creo que de a poco estoy habitando ese lugar de autoafirmación. 

 

Ayer fui al estudio de Facu, el tatuador que contacté por Instagram, para ver si concreto esa idea que también está inspirada por Zoa. Tomé la decisión por la vía de fijar fecha. Me voy a tatuar el jueves 12 de diciembre. Justo a tiempo para no clavarme en verano sin poder meterme al agua ni tomar sol. Mucho más fácil que resolver hacerse un tatuaje, es resolver cuándo te vas a hacer un tatuaje, más allá de que algunos puedan considerar que esto sería un ejemplo de “pensar mal”. Ante la alternativa de dar vueltas en círculos eternamente hasta poder decir estar seguro de estar seguro —trampa que conozco muy bien—, yo estoy cada vez más convencido de que hay situaciones en la que esta no es sólo una forma válida para concretar decisiones, sino necesaria. 

 

Miro para atrás, para los costados y para adentro, y agradezco haberme encontrado en el camino con gente como esa poetisa, que en un taller en la cárcel me presentó esa frase de Clarise Lispector, a quien no conocía (ni conozco mucho aún): “No quiero tener la terrible limitación de quien vive sólo de lo que puede tener un sentido”. Agradezco y disfruto el haber sido marcado por gente como mi tía, que estaba convencida de que era completamente sensato hacer cosas como levantar el piso de su propia casa y llevarlo a otro lado, dejando el agujero ahí por tiempo indefinido, en un gesto casi que propio del realismo mágico de García Márquez. Lo agradezco y disfruto, porque creo que me habilita a vivir una vida más rica, libre y plena, o en abundancia. Expande el mundo en el que puedo vivir. 

 

“Yo no: lo que quiero es una verdad inventada”, dice Clarise. 

 

¡Gracias!

 

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10.18 h*.

Hoy también trabajo sólo en lo otro. 

Tiene sentido. Todo lo que está operando en mí la lectura de las cartas de papá probablemente necesite asentarse un poco.

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VII. MARTES 26 de NOVIEMBRE

Apartamento de Zoa, 19.02.

 

La semana viene complicada en el trabajo, y el viernes no voy a poder venir. Por eso me pegué una escapada. Es la primera vez que vengo a trabajar acá en la tardecita. Está más oscuro, y se irá poniendo cada vez más oscuro. Es algo diferente. ¿Me dará miedo, o ya he naturalizado este lugar lo suficiente como para que eso no ocurra? La idea me da un poco de miedo. Pero, en los hechos, ¿realmente sucede?… tendré que verlo, que experimentarlo.

Aquella vez fue de noche. Más allá de las cosas que la noche y la oscuridad en sí puedan despertar, la vez que estuve en este apartamento recién incendiado y vi el cuerpo de mi tía tirado en el suelo, era de noche. Probablemente sea eso lo que me haga conectar más con la escena. 

 

Trabajo en esto. 19.49 h.

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VII. VIERNES 6 de DICIEMBRE

Apartamento de Zoa, 10.10.

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Todo complicado. Se murió la yaya. Papá quiere regalarle este apartamento a su amante. Me siento injusta y personalmente degradado en mi maestría por una autoridad de la Universidad. Me siento pisando en falso en el trabajo, por motivos también injustos, y me da ansiedad no estar yendo para la UCU ahora mismo. Espero unos proveedores allá que van a llegar en un rato, por lo que tengo poco tiempo. 

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Sin embargo, hay algo que me dice que este es un espacio a sostener. Que lo que está pasando acá es importante. Que hay mucho más en juego que "un rato de escribir". Más allá de los resultados externos o tangibles que pueda llegar a tener. Acá está pasando algo importante. Importante para mí. 

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Anoche vi Wicked. El mensaje me refuerza mucho de lo que estoy viviendo, y le hace frente a las incertidumbres que de a poco se van haciendo significativas, al igual que me pasó con el salmo que rezamos en vísperas anteayer en la curia con el Cardenal: Estoy cansado de jugar con las reglas de un juego que es de otro. Es hora de confiar en mis instintos, cerrar los ojos y dar el salto. ¿A quién temeré?

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And nobody in all of Oz, no Wizard that there is or was, is never gonna bring me down.

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Quiero, al menos en el poco tiempo que tengo, escribir algo que no sea solamente lo otro. Pero no tengo tiempo ni energía para trabajar en esto.  Así que voy con una deriva breve acá.

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Yo creo que somos energía. Y, cuando nos morimos, esa energía que somos se vuelve a unir con el todo, susurra mi tía. La escena es tan fascinante como conmovedora. Sin poder conciliar el sueño, y sin ser advertido por ninguna de las dos, contemplo la situación absorto acostado en el sillón que me ubica frente al ataúd. Mi abuela yace en el medio, protagonizando el espacio. Mi madre y mi tía, una a cada lado, están sentadas e inclinadas sobre ella, muy cerca, apoyándose de alguna manera sobre su pecho. Se miran de frente, cara a cara, cerca una de la otra. Hablan bajito, casi en secreto, como uno suele hacer en los velorios. Pero también porque los demás, mi hermano y yo, estamos durmiendo. O al menos eso creen, porque yo todavía no logro hacerlo. 

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A mí me gusta eso de que bajamos del todo y venimos a vivir una experiencia. Y después de que vivimos lo que teníamos que vivir, volvemos a ese lugar, responde mi madre. La situación me resulta tremendamente tierna. Obvio que ya discutieron, que ya se pelearon. Segundos antes y en exactamente la misma posición. Pero increíblemente lograron dejar atrás la rencilla, pasar la página, y darse un espacio para compartir cosas que tenían adentro, en un lugar más profundo. En un lugar más frágil. Comparten creencias, delinean dudas. Certezas no hay. Quizás sean más bien expresiones de deseo. ¿Qué estará sucediendo con su madre ahora? Si bien no hay nada claro, hay un fuerte sentimiento de fondo que las convence de que no es simplemente que todo acabó. Que no hay más nada. En algún lado está, y probablemente en algún lado feliz y desde el que nos acompaña. 

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A mí la imagen me hace pensar en las pijamadas. En cuando era chico, y me quedaba a dormir en lo de algún amigo, o algún amigo se quedaba a dormir en casa. No tan niño, pero no tan grande. Con unos 10, 12 años, capaz. O también en dos hermanos que comparten cuarto, y un día tienen esa conversación desvelada, hablando bajito porque hace rato que deberían estar dormidos, casi susurrando. Hay algo de la situación que habilita que sucedan ciertas cosas, que uno se abra y comparta miedos, ilusiones y preguntas. Quizás sea la oscuridad, que corre de foco lo material y lo corporal, y le permite a la mente ocuparse en otras cosas. Que la conversación no sea cara a cara, sino a oscuras, mirando el techo, tal vez opere como un antídoto para la vergüenza. Como un antifaz, casi, que nos libera imaginariamente para poder expresar lo que en otros contextos no nos animamos a decir. Hay algo también en el hecho de estar acostado, yaciendo boca arriba, como ocurre en un diván. No sé cómo opera esto exactamente, pero por algo los psicólogos han usado esta disposición como dispositivo durante años. 

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Yo pienso tal cosa. ¿Tú qué pensás? Yo pienso esta otra. Claro. No es un debate. No es una argumentación. No hay convencidos ni ganadores. Son dos personas que se abren y comparten lo que tienen guardado bien adentro, y buscan tantear si a otros también les pasa algo al menos similar. Necesitan habilitarse esa fragilidad, esa ternura, para desnudar lo que tienen adentro y buscar a tientas algún tipo de validación, así no sea más que el hecho de ser escuchado por alguien, de tener un lugar seguro. 

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Y este lugar seguro lo encuentran en el regazo de su madre, que aunque esté muerta sigue siendo su madre. En un cuerpo que sólo tendrán junto a ellas un par de horas más, porque ese sí se irá para siempre pronto. Sin estar seguro de si es algo lindo o algo morboso, les saco una foto sin que se den cuenta. Son tres mujeres. Con sus heridas, con sus angustias, con sus anhelos y sus miedos. Mujeres rotas, que saben mostrarse fuertes, pero que ahora se permiten este momento de fragilidad en la intimidad, configurando una situación que probablemente nunca se haya dado ni hubiese podido darse con las tres vivas, porque su madre nunca supo ni pudo ser ese lugar seguro. Pero ese momento, ese espacio, que sin duda les hizo falta, finalmente, se dio. 

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10.55 hs.

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VIII. VIERNES 13 de DICIEMBRE

Apartamento de Zoa, 10.25.

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A veces Sara abre los ojos así, de esa manera que me impacta. Grandes. Enormes. Lo hace cuando hay algo nuevo que la desconcierta. Cuando se enfrenta a algo que atrapa su atención, pero que todavía no logra decodificar del todo. Pensamos y vivimos a través de conceptos, y, queramos o no, inmediatamente clasificamos todo lo que se nos presenta en infinidad de categorías, ubicándolo en un lugar en la enorme constelación de experiencias que tuvimos hasta el momento. Pero hay veces que se nos presenta algo nuevo, y necesitamos unos minutos para percibirlo así, tal cual es, antes de decidir de qué manera procesarlo y cómo entenderlo, antes de decodificarlo desde lo que ya experimentamos y conocemos. Porque, quizás, esto sea algo nuevo de verdad, y lo que tengamos en la mochila no nos sirva para entenderlo realmente. 

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Yo siento que he visto a Sara en ese momento una cantidad de veces: tomándose esos segundos de contemplación absoluta, absorta por completo en el fenómeno que se le presenta, como en trance casi. Expectante. Pienso que, por lo general, la gente eso se lo pierde. Cuando los adultos sabemos que la vamos a presentar con algo nuevo para ella, las atención está puesta en qué va a decir, en cómo va a reaccionar. Y yo hasta siento que se dan unos milisegundos de tensión, en los que el público espera con ansias su respuesta y ella todavía necesita un momento más para procesar. ¿Cuándo empezaremos a dejar que la presión por responder le quite espacio a nuestra necesidad de interioridad? Para mí lo fascinante no es ver con qué frase graciosa o elocuente sale esta vez (elaborada así intencionalmente, o interpretada así a su pesar). Lo fascinante es verla desconcertada. Lo fascinante es verla esos segundos absorta, contemplativa. Lo fascinante es verla descubrir algo nuevo.

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Sofía dice que eso es algo en lo que somos parecidos: la forma de abrir gigantes los ojos. Es una vulnerabilidad, en algún punto. Sé que muchas veces mi asombro o desconcierto se traduce instantáneamente en una mirada enorme, que escapa totalmente a mi control y sabe dejarme expuesto. Me reconozco en ella cuando lo hace. Me identifico. Nos identifico. Hay una forma rara de ser espejo que tienen los hijos, mostrándonos a nosotros mismos nuestro propio ser de una manera enigmática y extrañada. Y eso genera un lazo de conexión como casi nada más puede hacerlo. 

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Disfruto al verla en ese trance, porque disfruto de verla descubrir algo nuevo. Y también disfruto de dejarle el espacio para responder, y así ir descubriendo yo mismo cuáles son los caminos que en su individualidad empieza de a poco a elegir. Pero, a su vez, disfruto porque me hace conectar con los momentos en los que yo mismo me vi en esa situación: esos momentos en los que me topé con algo genuinamente nuevo, que me introducía una nueva forma de entender y entenderme.

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No es fácil seguirse encontrando con estas cosas a medida que uno crece. Y, quizás, menos fácil aún es sostener el espacio para contemplar unos momentos antes de emitir un juicio o reaccionar. Ese es uno de los sentidos en el que creo que soy un afortunado: la vida me sigue mostrando cosas nuevas que me interpelan con relativa frecuencia. Aunque, obviamente, cuando uno es niño esto está a la orden del día.

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Sara mira absorta algo que la cautivó, y yo la miro a ella de la misma manera. Alrededor, el mundo espera una reacción, pero nosotros nos damos ese tiempo que necesitamos, aunque no sean más que segundos. No hay nada más nuevo y fascinante para mí que ella, y quiero siempre disfrutar de tomarme el tiempo para contemplarla entes que entenderla.

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11.25 hs.​

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IX. JUEVES 19 de DICIEMBRE

Apartamento de Zoa, 10.22.

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Hoy no pongo el Sodre. En el camino venía escuchando villancicos navideños (varios de Disney, siempre tratando de encontrar en internet ese cassette que nos ponía mamá cuando armábamos el arbolito). 

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"¿Ves que seguís siendo un bebito?", me hubiese dicho Zoa, con cariño y entre risas.

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Hoy es la primera vez que vengo con el tatuaje. 

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Segundos pisos se hacen en cualquier lado...

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Mi primera experiencia de contemplación se da con el arbolito de Navidad. O, al menos, es la más temprana y concreta que logro recordar. La fascinación que me generaba era muy fuerte. Todo alrededor de las fiestas era muy especial en casa, y mi madre ponía en juego todos sus talentos para hacer de esos momentos del año instancias realmente especiales. Mágicas, aunque suene chongo. 

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Esto no pasaba sólo con Navidad. También con Pascuas y Halloween. Pero, sin dudas, la más especial de todas era Navidad. Es curioso, pero yo miro para atrás y siento que, siendo niño, la expectativa de los regalos no entraba en mi lista de elementos principales ni por asomo, a pesar de ser de los niños más regalados del país. En eso siempre sentí un punto de no-conexión con mis compañeros del colegio, que ponían ahí todo el foco, algunos incluso alardeando de que era lo único que les importaba. Pero no digo esto para autoatribuirme una profundidad o intelectualidad infantil que me volviera un ser más elevado que los demás niños. Obviamente me pasaba esto porque en la Navidad en mi casa se ponía mucho en juego. Y, a veces, contra el sentido común sobre esto, la presencia totalmente excesiva de lo material puede volverte menos materialista. En realidad, es capitalismo básico: lo hiperabundante pierde valor. 

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El significado religioso de la fiesta lo conocí mucho después, en mi adolescencia. "El significado real", dirían algunos hoy, desde un lugar de resistencia militante. Desde la pura necedad, a mi entender. 

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Si hay algo que admito de mí mismo es la facilidad con la que soy abducido por mi fascinación por las lucecitas. Me acuerdo de cuando fui a Nueva York con mi hermano, en un viaje en el que mi ser en éxtasis constante arrastró a un hermano agotado por toda la ciudad que nunca duerme. Mi querer ver y hacer absolutamente todo definitivamente lo agotó, y, sobre todo, impidió que ese primer viaje que hacíamos juntos y solos pudiese ser un momento de conexión entre hermanos que no habían tenido tantas instancias para conectar. Pero cuando entendí esto, ya era demasiado tarde, porque recién me lo dijo el último día, y yo tengo una tendencia a relativizar mis microviolencias cargando al otro con la responsabilidad de ponerme límites. 

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Pero hay un gesto que lo resume todo: al viaje, y a mí. Cuando definía una ruta, un recorrido concienzudamente pensado para maximizar absolutamente la posibilidad de pasar por la mayor cantidad de los infinitos lugares que quería ver y de los que venía leyendo hacía semanas —y que nunca ponía a consideración de mi hermano, sino que simplemente anunciaba—, me veía constantemente desviado por identificar lucecitas en alguna esquina alejada. "¿Qué será eso? ¿Vamos a ver?", preguntaba de forma completamente retórica, a la vez que daba mis primeros pasos atraído al descubrimiento como una polilla. Y, obviamente, una ambientación con guirnaldas de lucecitas puede ser indicio del lugar más fascinante, de esos ambientados con el mayor de los sentidos estéticos, como de una verdulería con un dueño entusiasta.

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"¿Qué será eso que está ahí?". Esa pregunta me desvía constantemente. Soy de los que cambia su ruta, de los que va a ver. Aunque no estoy seguro de que esto se pueda definir como una categoría. Cuando viví en Buenos Aires me pasaba lo mismo, y muchas veces entraba en un espiral interminable de cambio de ruta y de planes que podía terminar en cualquier lado. Recalculando, diría el Isabel, la señora española del GPS. 

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Igual, —al margen de lo abasallante que puedo ser para el otro que me acompaña, y es algo que he trabajado mucho y sigo trabajando— me gusta ser así. Vivir así. Recalculando. 

Lo confirmo como forma de vida. 

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Y no, no son solamente las lucecitas las que tienen esa capacidad de desviarme. Pero sin duda ejercen sobre mí una fascinación particular, una fuerza de atracción que mentiría si no me admito a mí mismo que identifico con claridad. No sé si vendrá de las lucecitas de Navidad. Quizás no tenga nada que ver. Pero mis primeras experiencias de espiritualidad, de contemplación en el sentido más místico de la palabra, fueron en torno al arbolito de Navidad, que en casa de mi madre llegaba hasta el techo. 

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Las lucecitas del árbol, los fuegos artificiales, la esperanza. Incluso los villancicos yankees en inglés que todos los demás sienten ajenos y artificiales pero que a mí me conectan con algo súper especial. Todo quedó indisolublemente contectado para mí en algún lugar muy primario. Porque qué había en ese dedicarse de lleno a ambientar la casa y la reunión con tanto empeño y cariño sino el generar un espacio propicio para cultivar y experimentar la ilusión y la esperanza. Celebrar que nos tenemos y esperar lo mejor de lo que se viene. No sé si lo entendía de todo, lo que estaba pasando. Pero de alguna forma conectaba con eso y me movilizaba mucho. Todavía lo hace. Y hoy, que soy una persona que se estructura desde su fe cristiana, el énfasis que le doy a la Navidad sin duda retoma esta experiencia que me moldeó en la infancia: hoy nace aquél que hace nuevas todas las cosas. Alégrense. 

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Contemplar es vaciarse. Ponerse ante de algo o alguien, olvidarse por un rato de uno mismo y poner todo el foco en lo otro, en el hecho de estar en su presencia. Es algo que, creciendo, se ha vuelto una práctica muy significativa en mi vida, que he aprendido a hacer en distintos contextos, desde una adoración a la Eucaristía hasta un museo de arte contemporáneo. No hay mejor forma de llenarse que vaciándose. Y eso lo empezó a descubrir ese niño que pasaba horas tirado en uno de esos sillones blancos del living sagrados, a los que mamá no nos dejaba ir mucho, mirando absorto esas lucecitas que giraban y giraban alrededor de ese árbol gigante y hermoso. En silencio, con la mirada fija. De noche, sólo. Por horas, como en trance. Es como si lo pudiera ver. Y hacerlo me hace revivir en el cuerpo esa sensación física que experimentaba algo rara en ese momento especial. Rara, pero agradable. 

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Hace unas semanas armamos el árbol de mi casa con mi hija de 4 años. No es tan grande como el de mi madre, pero es muy frondoso, que es lo principal. Me encantaría algún día heredar el de mamá, que es todavía más impresionante que el que tenía en aquella época. Y sé que algún día va a pasar, pero no es el momento aún. Mi apartamento no es suficientemente grande para recibirlo, y sé escondida en eso hay alguna alegoría que no logro todavía captar del todo pero intuyo. Sin duda Sara lo disfrutó, aunque a medida que crece opina más y empieza a disrrumpir de a poco la cuidada estética de mi ambientación. 

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Cuando terminamos, apagamos las luces del comedor y de la entrada para ver cómo había quedado, para verlo en todo su esplendor. Se sumó Sofía, y estamos los tres. Por unos minutos nos quedamos juntos en silencio, con nuestras miradas fijas y nuestros rostros iluminados sólo por la luz en movimiento que viene del arbolito y el pesebre. Como ocurre cuando prendemos las velas de nuestra corona de Adviento, o cuando bajamos a la rambla a media noche a ver los fuegos artificiales. Y tenemos un momento de interioridad juntos que, aunque parezca tonto, un poco nos conmueve. 

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El arbolito es de plástico. Las canciones en inglés hablan de una nieve que acá no tenemos. Papá Noel no existe y "el espíritu navideño" es una expresión completamente importada que sacamos de los dibujitos y las películas de Hallmark que alguna vez vimos dobladas al español neutro en un canal abierto. Pero, así como Jesús nace en el lugar más inesperado, a mí la combinación de todas esas falsedades extrañamente me conecta con lo más verdadero. 

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¡Feliz Navidad!

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11.48 hs.

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X. JUEVES 26 de DICIEMBRE

Apartamento de Zoa, 10.03.

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Hoy es la última vez que voy a venir en el año. Mañana trabajo de vuelta y el sábado ya me voy de vacaciones. Escribir es uno de los proyectos para estos días. Pero, de todos modos, este ritual se acaba por este año. 

Es mi décima venida. Me gusta que sea un número redondo. Me genera la sensación difusa de que esto tenía sentido, y de que comencé cuando tenía que comenzar. 

... bueno. Yo lo decía con respecto al momento en el año. Que haya comenzado ese 18 de octubre generó que fuesen 10 este año, y eso me hace sentir absurdamente que fue el momento en el que tenía que empezar, en un sentido algo cósmico, digamos. Pero nunca lo había pensado respecto a este punto de mi vida.... Pero... ¿y si sí?

Qué difícil abandonar la sensación de estar atrasado. Qué difícil soltar el sentirse carente. Cuán aferrado a la idea de que comencé demasiado tarde, y que esto ocupa un lugar demasiado marginal como para resultar en algo significativo, y mucho menos de valor más allá de mi propio esparcimiento. Qué angustia, pero qué excusa también, ¿no? Qué escudo. Y qué interesante que este momento se de justo después de esa particular coyuntura que me llevó a leer mi personaje de los 27 de Claudio Naranjo, que me hizo poner el foco en estas cosas. La carencia y el ser sufrido. Esa falta sólo compensable desde un esfuerzo descomunal. 

...¿y si no?

¿Y si es como el tatuaje, sorpresivamente fácil?

Quizás esa experiencia era la que merecía permanecer inmortalizada en mi pantorrilla, si esa parte de mi pierna es efectivamente mi pantorrilla. —Googlé y efectivamente lo es. O, al menos, es por ahí. Quizás sea un poco más abajo que la pantorilla, pero está suficientemente en la zona a los efectos que me conciernen como lego de la anatomía—. Eso, la sensación de que no todo tiene que ser un drama, de que no todo tiene que conllevar angustia. De que las cosas no tienen menos valor por no haber atravesado ese calvario legitimador. Que, al final del día, tampoco es tan grave. 

¿Cómo que no? ¡Claro que lo es! "Todo es importante", llegué a decirle una vez a un chico que reportaba a mí. Había algo real en lo que quería transmitirle, pero sin duda las palabras que pude manotear para hacerlo estaban tremendamente equivocadas. 

Increíblemente, es una de las sensaciones más fuertes con las que cierro el periplo de locura y revelación que desata todo en 2016: nada importa tanto, todo está en manos de Dios y el bien ya ganó. Estamos del otro lado. Tenemos la extraña dicha, si la sabemos advertir, de que nos haya tocado vivir en las postrimerías del enfrentamiento más fundamental de la historia universal. Y ganó el bien. Ya nada es tan grave. Y qué libertad que puede dar eso, si sorteamos el riesgo de caer en el vacío. 

Qué liberador para con uno, y sobre la mirada que tenemos sobre los demás. 

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Qué sensación nueva la del tatuaje. La del proceso de tatuarse. Qué novedoso habitarla. 

Al final del día, para que las cosas nos transformen, hay que darles tiempo y espacio dentro de uno. Permitirse habitarlas. Gustar y sentirlas, diría San Ignacio. 

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¿Y qué hay de querer ocultárselo a papá?

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—¿Qué tenés allí, en la pierna?

Pánico.

Me avegüenza admitirlo, pero por unos segundos me invade el pánico. Inmediatamente me arrepiento de no haberme puesto un pantalón que ocultara mi reciente tatuaje, como me había propuesto en un principio. Qué estúpido. Se me exalta el corazón, se me hiela la sangre, se me corta la respiración y, aunque no puedo verlo, sé que mis ojos descomunalmente abiertos me delatan a pesar de mi ridículo esfuerzo de aparentar naturalidad y un tono casual.

—¿Dónde?, pregunto señalando una incertidumbre que no convence a nadie, ni siquiera a mí. 

—¡No me digas que te hiciste un tatuaje!

Sos un hombre adulto, me repito a mí mismo. No tenés por qué rendirle cuentas a nadie de lo que hacés con tu vida ni con tu cuerpo. Además, no hay nada tan grave en el hecho de hacerse un tatuaje en la pantorrilla, sobre el que tengo mucho control sobre a quién y cuándo mostrárselo. Esto no es un juicio en el que me tengo que justificar, es, a lo sumo, una conversación casual en la que comparto libremente una decisión que tomé, y lo hago hasta donde quiero, me repito un centenar de veces en mi cabeza, aferrándome a la idea como quien se está ahogando y encuentra a tientas algo donde sostenerse. Esto no es un jucio, pero la mierda que se siente como si lo fuera. 

—Ah, sí. Me lo hice unas semanas antes de fin de año.

Los segundos de silencio se hacen eternos. Analizo petrificado los distintos gestos en su cara y en su cuerpo que dan cuenta de que está procesando la información. Casi que puedo ver el torrente de ideas que sale de su cabeza y se apelmazan al llegar a su boca, ideas enfrentadas empujándose a los codazos, luchando entre ellas para ver cuál logra ser la pronunciada. Un poco más atrás, en algún punto entre su cabeza y su pecho, se libra una batalla más profunda: su profunda indignación, su frustración radical, contra su saber que atacarme realmente no lleva a nada más que a deteriorar nuestro vínculo. Una parte de sí quiere ser hiriente. Es la parte que sólo aprendió esa forma de expresarse, y que vino a protegerlo de la necesidad y la vulnerabilidad. Y la secunda una racionalidad patológica que le dice que la contundencia que sólo puede dar ese corrosivo ácido que tan bien sabe expulsar es la mejor chance que tiene de atravesar mi coraza y atinar en tener cierto impacto. Una daga envenenada en el pecho es la única forma que tiene de llegarme, y hasta cierto punto, quizás tenga razón a esta altura del partido. Al menos con los recursos que tiene. Hay otra parte en él que interpreta la situación y se produce a sí mismo desde lo pedagógico. Que encuentra allí un recoveco donde ampararse moralmente, tanto desde lo formativo como desde la tranquilidad de consciencia. Yo creo que te estás equivocando, y creo que es mi deber como padre decírtelo, me dijo a quemarropa cuando me estaba casando, y esa lógica para él justifica cualquier modo. Y hasta hoy, al escribir estas líneas, tengo que combatir ferozmente conmigo mismo para no agregar otra más que relativice, matice o incluso justifique esta forma de ser. —Y no crean que no me doy cuenta de que al decir esto estoy manipuladoramente dejando entrever que existen argumentos para defenderlo, que en algún nivel los sostengo, y que por tanto no soy un hijo tan desleal como creo ser. 

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¿Por qué me siento así? ¿Cómo lo logra? ¿Por qué me siento como un niño indefenso y asustado? ¿Por qué no me termino de creer todo eso que me repito y que sé que sé verdadero? ¿Por qué no logro vivirlo, si no sólo se que es verdad, sino también la única forma sana de vivir mi vida y nuestro vínculo?

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Su boca se sigue moviendo y generando muecas extrañas. Cada tanto mueve abruptamente algún miembro. Es la enfermedad. Eso también combate dentro de él, y el exabrupto milenario del que tantas veces fue destinatario y vehículo lucha por tomar control sobre él una vez más. Me invade la culpa. Ya analicé esto, y me dije a mí mismo que la idea de que ocultárselo tenía sentido para no alterarlo, para no hacerle mal, no era más que una excusa detrás de la que quería esconderme cobarde y desesperadamente. Pero ahora nada de eso resulta efectivo en exorcizar mi culpa. 

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Su cuerpo se sigue moviendo, las palabras continúan sin emerger, y yo empiezo a sentir que este ya no es un segundo subjetivamente eternizado por mi niño aterrorizado, sino que realmente la lucha de fuerzas dentro de él está tardando un tiempo en resolverse. Y yo sigo sin poder respirar hasta que se revele el resultado. 

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—Bueno, qué se le va a hacer. No es la peor de las burradas que te has mandado. Pero bueno, Martín, es tu vida. Qué querés que te diga. Y sos vos el que vas a tener que vivir las consecuencias de lo que decidas.  Yo no hubiera tirado mi juventud usando mi auto para llevar y traer curas por todo el país, yo no me hubiera casado a la edad que te casaste ni por los motivos que te casaste, y yo no hubiera elegido una carrera sólo para divertirme. Pero, bueno. Yo era muy pobre, y tenía que salir adelante. No podía darme el lujo de estar paveando con tatuajes pelotudos que pudiesen poner en riesgo mi carrera, no podía andar pajereando y haciéndome el rebelde. Yo tenía que salir adelante. Y fue lo que hice. Yo quería poner una barrera entre mi familia y la pobreza, y lo logré. Con mucho esfuerzo. Y estoy muy feliz por ello. Sólo espero no haberte hecho daño con eso. Haberte hecho débil, haberte criado demasiado cómodo. Yo intenté que trabajaras unas horas en McDonalds un verano, y Openheimer ya me había dicho que sí y todo, pero tu madre puso el grito en el cielo. ¿Cómo no iban a disfrutar de sus merecidos tres meses de vacaciones en punta del este, pobrecitos? Quizás tendría que haberme puesto más firme. Pero no lo hice. Ya tenía muchos problemas con Sylvia como para pelearme por esto.

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Se da una pausa en el monólogo. Sé que estos manifiestos orales pueden durar horas, pero que muy esporádicamente ofrecen breves ventanas de oportunidad para meter bocado, y siento que tengo que aprovecharlo. Balbuceo. O no, en realidad, siento que muevo la boca de una forma muy parecida a la que lo hacía él pocos minutos atrás. Las ideas se revuelcan en mi boca, manipuladas por la angustia. 

De golpe, me fuerzo a respirar y me doy cuenta de algo tan triste como liberador: nadie me preguntó nada. No se me está pidiendo que responda nada ante este juicio, ante este diagnóstico, ante esta interpretación de mi propia vida a la luz de la suya, que se siente como un traje caro hecho a medida de otro. Sí, hay un margen para que yo trate de meter una pequeña respuesta en la disertación. Pequeña, la ventana tampoco es muy amplia. Pero no se me está pidiendo que lo haga. No hay una preocupación real sobre lo que pienso de esto. Él ya sabe lo que pienso de esto y de todo, no me necesita para conversar conmigo. De eso está convencido. Me siento en una estación mirando un tren al que puedo subirme, si doy un salto lo suficientemente ágil y afinado como para no quebrarme una pierna, o puedo elegir dejar pasar, sin que nadie se dé mucha cuenta. Triste, pero liberador. Y lo triste ya lo tenía asumido, no es novedad. La libertad sí. 

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En los pocos segundos que se da este debate en mi cabeza se acaba esa ventana de oportunidad que tan dadivosa como descuidadamente mi padre había habilitado. La decisión se toma sola.

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—En fin... ¿comiste? ¿Vas a comer acá? Quiero una de esas empanadas, de carne cortada a cuchillo, como las que trajiste el otro día.

—¿Las del Abasto?

—Sí, esas. Las del Abasto. ¿Podés traer?

—Sí, dale. Ahora voy a comprar algo.

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Rápidamente la conversación viró hacia un lugar en el que sí puedo interactuar con él: la logística de la comida comprada. De las pocas cosas que siento que me reconoce explícitamente es mi capacidad de traer a casa cosas ricas. Insanas, pero ricas. Increíblemente, el huracán pasó. No fue tan grave a fin de cuentas.

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Luego, cuando freno a reflexionar, me quedo pensando lo mal que está que su respuesta no me haya parecido tan grave. Que me haya parecido buena, incluso amorosa. La desvalorización está tan introyectada y asumida que casi me pasa inadvertido que me dijo que era un niño malcriado y pajero, que había tomado mal todas las decisiones fundamentales de su vida. Pero, de algún modo, las legitimó. Así sólo fuese desde la genérica frase de "es tu vida" y no desde mis propios méritos o consistencias. Pero, lo triste y cierto es que esas migajas de legitimidad logran aliviar una sed que es de las más profundas y performativas en mí. 

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Dejo de escribir, me desarmo sobre la silla, respiro profundamente un par de veces y me digo a mí mismo: Esto no es contigo. Y me alivia un montón. 

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11.31 hs.

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